El tigre en la casa – Eduardo Lizalde

Un poeta romántico mexicano casi desconocido para las nuevas generaciones, un autor digamos de culto, es quizá, una de las fuentes del lenguaje injuriante en la poesía mexicana. Muchos poetas nuestros han estableci­do una suerte de diálogo con la obra de Antonio Plaza, pero será sin duda, el poeta Eduardo Lizalde quien mejor reflejará esta influencia literaria, su libro El tigre en la casa, conserva rasgos definitivos de la escritura de “A una ra­mera”, el tema de la amada como el ser más vil y vicioso: en Plaza, la ramera, en Lizalde, la perra: “La perra más inmunda /Es noble lirio junto a ella / Se vendería por cin­co tlacos a un caimán / Es prostituta vil, artera zorra / Y ya tenía podrida el alma a los cuatro años. / Pero su peor defecto es otro: / Soy para ella el último de los hombres.”

     Mientras que en Antonio Plaza reconocemos la devo­ción del amor por un ser manchado en el desprecio social, en Eduardo Lizalde esta visión se ha modernizado, incide en el destino de un hombre que ha tenido que sutilizar su amorosa entrega a alguien por quien él mismo siente ese desprecio: “¡Ámame tú también! seré tu esclavo, / tu po­bre perro que doquier te siga. / Seré feliz si con mi sangre lavo / tu huella, aunque al seguirte me persiga / ridículo y deshonra; al cabo, al cabo, / nada me importa lo que el mundo diga. / Nada me importa tu manchada historia / si a través de tus ojos veo la gloria.”

     En sus poemas “Lamentación por una perra” y “La ciu­dad ha perdido su Beatriz”, Eduardo Lizalde consigue ir más allá en el uso violento del lenguaje con expresiones que causan pasmo en el sorprendido lector: “También la pobre puta sueña. / La más infame y sucia / y rota y necia y torpe, / hinchada, renga y sorda puta, / sueña.” Con   expresiones de amargo y ácido desencanto va colocando el repertorio de injurias “despreciable perra”, “cloaca am­bulante” “perra innoble” “perra sin límites” “perra im­pune” y aún las prostitutas al lado de esa “perra” se ven como decentes señoritas: “¡Grandes hetairas, / qué peque­ñas sois junto a ella! / qué despreciables, / qué puras.” En tanto que en Antonio Plaza se logra una mezcla agridulce de injurias y devoción enferma evidenciado en el uso del contraste, tal como en Petrarca reconocemos el tema de los contrarios en el amor con su Pace non trovo…, donde a cada proposición positiva en el discurso se alterna una proposición negativa en sus valores más eminentemen­te morales: “Mujer preciosa para el bien nacida, / Mujer preciosa por mi mal hallada, / Perla del solio del Señor caída / y en albañal inmundo sepultada; / Cándida rosa en el Edén crecida / Y por manos infames deshojada; / Cis­ne de cuello alabastrino y blando / En indecente bacanal cantando.”

     Una de las figuras plásticas más impresionantes en la obra de Eduardo Lizalde, es la de la mutilación y el des­garramiento, en el poema 3, del “Retrato hablado de la fiera”, dice: “Recuerdo que el amor era una blanda fu­ria / no expresable en palabras / y mismamente recuerdo / que el amor era una fiera lentísima: / mordía con sus colmillos de azúcar/ y endulzaba el muñón al desprender el brazo”, y en el poema “Bellísima” de La zorra enferma afirma: “Si fuera usted un poco menos bella / si tuviera un defecto en algún sitio / un dedo mutilado y evidente.” Y más adelante insiste: “Y desespera comprender / que aun la mutilación la haría más bella/ como a ciertas estatuas.” La referencia mexicana a este uso poético donde se unen belleza y mutilación la podemos encontrar en un hermoso poema, “Delicta Carnis” de Amado Nervo, donde el poeta nayarita se duele en oración por su alma que se pierde entre los tormentos de la pasión carnal, rechaza a la Afro­dita impura para alcanzar el sosiego de los justos, pero en sueños temibles, la Venus de Milo lo persigue y desea: “Y no encuentro esperanza, ni refugio ni asilo, / y en mis noches, pobladas de febriles quimeras, / me persigue la imagen de la Venus de Milo, / con sus lácteos muñones, con su rostro tranquilo / y las combas triunfales de sus amplias caderas”.

Cuando leemos un poema, leemos también de nuevo al hombre en su simpleza, en la modesta convencionalidad no heroica de sus ínfimos actos, leemos en ese verso la misma pulsión que gobernó el latido del aeda, y leemos al poeta futuro, aquel que volverá a cantar con nuevos acentos las melodías antiguas. Cuando nos acercamos a la obra de un poeta verdadero, como Eduardo Lizalde, nos acercamos a la historia del alma humana.

Mario Bojórquez

***

EL TIGRE

Hay un tigre en la casa
que desgarra por dentro al que lo mira.
Y sólo tiene zarpas para el que lo espía,
y sólo puede herir por dentro,
y es enorme:
más largo y más pesado
que otros gatos gordos
y carniceros pestíferos
de su especie,
y pierde la cabeza con facilidad,
huele la sangre aun a través del vidrio,
percibe el miedo desde la cocina
y a pesar de las puertas más robustas.

Suele crecer de noche:
coloca su cabeza de tiranosaurio
en una cama
y el hocico le cuelga
más allá de las colchas.
Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo,
de muro a muro,
y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo,
como a través de un túnel
de lodo y miel.

No miro nunca la colmena solar,
los renegridos panales del crimen
de sus ojos,
los crisoles de saliva emponzoñada
de sus fauces.

Ni siquiera lo huelo,
para que no me mate.

Pero sé claramente
que hay un inmenso tigre encerrado
en todo esto.

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